El trabajo pictórico de Ana Prieto ha sabido ganarse, sin pretensiones, un lugar destacado
en el ecléctico panorama artístico contemporáneo. Haciendo de su entorno habitual –
primero la ciudad más descarnada, ahora la naturaleza sobrecogedora- el objeto de su
mirada, ha trasladado al espectador –a ella misma- a mundos íntimos pero directos,
poéticos y, a la vez, libres de adornos suplementarios; porque su pincelada, cada vez más
libre, cada vez más sabia, es narrativa, sí, pero también evocadora de mundos que van
más allá de lo aparentemente expuesto.

Y es que ya sabíamos que los paisajes de Ana son introspectivos, que en ellos no hace
falta la figura humana, porque el hombre es el que mira, el que queda empequeñecido
ante lo que aparece ante sus ojos. Y si en el romántico Friedrich el hombre daba la
espalda al espectador ante la naturaleza imponente, en la obra de esta artista el
espectador está incluido en cada cuadro.

Por eso ahora celebramos con ella esta explosión de blancos, de azules, de grises
frescos y de lilas luminosos, esta majestuosidad de lo natural, porque nos hace partícipes,
y, sobre todo, porque nos habla de una Ana pletórica que comunica –ya sin pudor- su
libertad ante la vida y ante el arte.