César Iglesias
Bien sabe Helena Toraño (Llanes, Asturias, 1984) donde residen los secretos del nordés. No todos, porque este aire que despeja los cielos de los territorios del Poniente ibérico y hiere con fiereza gélida es difícil de catalogar y mucho más de atrapar. Pero su empeño por retener ese viento ambiguo, mestizo, en el que se anudan los vendavales septentrionales y las corrientes orientales, está en el sustento de una obra creativa capaz de construir un relato que recorre las diversas geografías del misterio y sus sentimentalidades.
Toraño parte con ventaja. Su origen y vivencias llaniscas, en ese Oriente asturiano en el que
las nubes se amarran un día sí y otro también a las cumbres de las sierras del Cuera o del
Sueve, la ha hecho conocedora de una topografía que es mucho más que un paisaje, un
territorio en el que habita un estado de ánimo,un lugar con una forma singular de estar, mirar
y entender el mundo. Ese espacio extraño, plagado de cosas sencillas pero que ocultan
múltiples enigmas, es el que que la artista asturiana ha sabido llevar a sus lienzos.
Las palmeras importadas por los indianos a las tierras cantábricas, agitadas por el nordeste,
no proceden del catálogo de los sueños de Helena Toraño, son parte de su vida y de su
mirada. Al igual que lo son esas marinas donde saltan delfines sobre olas inmaculadas o los cielos con cúmulos de algodón rotos por un globo que desafía toda verticalidad. Pero todos ellos, ejecutados con pinceladas precisas y acertadas, con tonos planos y con la técnica de la superposición y acumulación de imágenes, son algunas de las postales que la pintora llanisca nos remite desde esa región que ha sabido trazar en los mapas donde la realidad se aparea con los sueños.
Metamorfoseada en una Patricia Highsmith o un Georges Simenon cantábricos, Helena
Toraño ha sabido levantar con los elementos de su territorio biográfico unos escenarios donde figuras de gabardinas largas, gafas negras, sombreros ladeados y pañuelos anudados esconden sus rostros, espían infidelidades amorosas o huyen por los laterales donde el lienzo tiene sus fronteras. Y son esos personajes de línea clara y colores vivos, los que desatan el misterio, los que avivan la inquietud del espectador por desentrañar los enigmas de nuestra existencia. Hay también un soplo melancólico en su obra, similar al que se encuentra en Helena o el mar del verano, esas poco más de 80 páginas que el gijonés Julián Ayesta nos legó en la década de los cincuenta del pasado siglo para fosilizar un mundo que se daba a la fuga.
Y junto a los personajes que velan el secreto se perpetúan los otros motivos que son las señas de identidad de la obra de Toraño. Los vinilos de Françoise Hardy o de The Pastels, los muñecos naíf de todoauneuro, los carteles de las películas de Jean-Luc Godard o de Jacques Tati, los jardines de plantas imposibles, los gatos, perros, zorros y pájaros… forman parte de la materia que identifica esa comarca feliz, melancólica y siniestra en la que habita la artista llanisca.
La virtud de Toraño es que no renuncia a las tradiciones. Y lo hace en plural, sin prejuicios.
Le es ajena la mística de esas vanguardias que reniegan del esfuerzo y los aciertos pretéritos. Sin embargo, no tiene reparos en reconocerse tanto en los equilibrios renacentistas como en las perturbaciones creativas de las corrientes artísticas más sensatas que alumbró el Romanticismo. Fácil sería alinearla entre los seguidores de los impresionistas, de Henri Rousseau y su primitivismo, del Pop-Art de David Hockney, Peter Blake, Luis Gordillo y Eduardo Úrculo o, también, de los figurativistas madrileños de finales de los setenta del siglo pasado. De todos ellos ha aprendido Helena Toraño, pero no oculta que también ha sido seducida por la obra de Boticelli, Matisse, Hopper y Magritte, Balthus…
Ese nordés, viento ventrílocuo que susurra tantas y distintas formas de entender el mundo que nos rodea, ha contribuido con sus aires luminosos y glaciales a construir las obras que integran Top secret, la última producción de Helena Toraño para la Galería Gema
Llamazares. La pintora llanisca, conocedora de los misterios de ese aire que azulea los cielos, enfría las almas, encresta las aguas y bate las palmeras, sigue construyendo con los materiales de un entorno vivido y sentido una obra de aliento onírico, con la suficiente
fortaleza creativa para emocionar y conmocionar.