Vicente Verdú nació en Elche (Alicante) y hasta hace unos quince años fue reconocido, sobre todo, como escritor y periodista. Ha obtenido los premios más importantes tanto en una como en otra actividad. Por ejemplo el Anagrama, el Espasa de Ensayo el Temas de Hoy para sus libros, y el Miguel Delibes, el Julio Camba o el González Ruano por sus artículos. Ha publicado una treintena de libros entre ensayo y narrativa y con la pintura ha realizado una veintena de exposiciones en varias ciudades de España y también en Ginebra, Cremona, Mónaco, Génova, Niza, Bruselas, Macao, Shangay, Insbruck, Hong Konk, Miami o Pekín. Desde catedráticos de arte, coleccionistas suizos y alemanes, hasta representantes del IVAM o Norman Foster han adquirido cuadros suyos. Recientemente ha sido nominado finalista del 51 Premio Reina Sofía de Pintura y expuesto durante un mes en el privilegiado espacio de Casa de Vacas en el Retiro de Madrid.
“EL SILENCIO DEL CUADRO”
Es un lugar común decir que los pintores carecen del don de la palabra. No es, sin embargo, un error. En numerosos casos los pintores, carecen de la facultad del pensamiento lógico y consecuentemente de una reflexión más o menos cabal referida a su obra y a la de los demás. Son de este modo tipos silentes. Seres de otra condición capaces de relacionar su alma con el alma de las cosas sin que la conversación inherente a la producción artística pueda ser compartida con nadie.
Pero, además, el lenguaje silencioso de cada artista sería, a la vez, singular. Ningún artista emplearía un lenguaje trasmisible oralmente a otro y, en consecuencia, tampoco entre ellos cabe esperar conversación alguna. O, al menos, conversación con sentido común.
Cada uno mantendría su sentido al lado del sentido de su partenaire y no para impedir, a su pesar, la comunicación entre ellos mismos, sino la comunicación cabal con otros grupos. Harían peña los artistas plásticos en tanto que individuos afásicos. Fuera del habla y fuera, paradójicamente, de "la fase" oral. Infantes puros, infans o seres primarios a los que se les niega la originariamente la palabra como forma de conseguir alguna identidad.
Se les negaría esta facultad no por censura ni por deficiencia sino por la naturaleza propia de su arte que concentrado en el silencio, tan concentrado en la intensidad de la mirada (naciente del cerebro del ojo y hacia al espectador) que tan sólo con ella solventaría su solipsisimo y su gozo..
De este modo, los pintores -a diferencia de los arquitectos, extraordinariamente parlanchines- no dirían prácticamente nada de interés sobre su cuadro: ni necesitarían hacerlo ni les posible esa pretensión.
Precisamente, todo pintor que escribe, hace poemas, reflexiona sobre su arte, va perdiendo con cada palabra una partícula de la posible magia que ha formado su composición.
Écfrais era el término que se empleaba en la Grecia antigua para referirse a la retórica que trataba de traducir las obras de arte en palabras. Todo un fracaso: la mirada que el cuadro emite se enturbia al definirla, se decolora al nombrarla, se vulgariza y, al cabo, se estropea.
El pintor inventa en el cuadro a través de una impulsión apoyada en formas y colores. Su traducción en letras, en proclamas, en elogios o dicterios no lleva sino al mercadeo, al camelo y, en suma, a las ganas de hablar por hablar. Pero aquí se trata, emocionándose, de mirar y mirar.