Encontramos en la pintura de Irene Sánchez una sistemática predilección por la naturaleza en valores absolutos, así como una intención paralela de elevar el gesto pictórico como un recurso que proporciona otras claves que no encontramos en lo fotográfico. La artista se muestra inequívocamente comprometida en esa deriva relativamente joven en que el paisaje se hizo autónomo de los fondos de la pintura religiosa y de historia, situando al espectador ante lo que considera una de las experiencias más intensas que se pueden vivir, estar frente al paisaje. La naturaleza nos ofrece el abandono de la realidad inmediata de las cosas, una experiencia estética dinámica inigualable.
El paisaje al que asistimos en la obra de Irene Sánchez es precisamente así, trágico a veces, por cuanto constata la disociación del ser humano con la naturaleza; algo a lo que la artista se refiere como sacrificio destructor que se nos avecina. Al mismo tiempo, posee esa mirada romántica que nos sitúa al borde de un abismo inconmensurable, llegando a sugerir el origen atávico de esa difícil relación entre el cosmos y el hombre. En algunos casos, situándonos en arquitecturas efímeras o muy precarias que parecen haberse instalado ahí precisamente para esa comunión con lo inabarcable del mundo.
Como si nada hubiera sido antes, como si estuviésemos ante el origen, Irene nos inquiere acerca de nuestro modo de mirar -de situarnos frente a la naturaleza-. De alguna manera, una de las pinturas en formato de tondo así lo sugiere al constituirse per se como emulación más perfecta de nuestro campo visual; también lo evocan las oquedades cercanas al círculo y que se repiten cual letanía en esta serie de obras: cavidades en la roca, yacimientos arqueológicos prístinos, una cantera, una sima… orificios tanto de entrada como de salida que parecen señalarnos una multiplicidad de escenarios así como de experiencias.
En un prodigioso equilibrio de escalas, la artista ha concebido esta disposición de sus trabajos como una manera de dramatizar y monumentalizar el paisaje merced a diferentes maneras de posicionarnos ante él. Al intervenir de forma directa el paramento del estudio con una pintura mural -Refugio, la representación de una rudimentaria construcción de piedra como las que emplean los montañeros a modo de cobijo-, consigue establecer un epicentro expositivo donde la presencia humana parece encontrar una especie de ónfalo -de lugar central en el mundo-.
De otro, mediante la rítmica combinación de formatos -unos muy generosos y otros muy pequeños- asume la difícil asimilación de aquello que nos desborda. Finalmente, como apuesta sin retorno, la artista ha emprendido el proyecto para el dormitorio de invitados clausurando el natural disfrute de la estancia. Sólo a través de la mirilla -una vez retirado el pomo de la habitación- descubriremos una última manera en que seremos radicalmente condicionados en nuestra percepción como espectadores.
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