La obra de Charris (*) ha estado vinculada desde siempre a la idea del viaje. Ya sea en sus ciclos sobre territorios lejanos –África, Laponia y el blanco, la América de Hopper o la Bélgica de Spilliaert– como en las visiones de su cotidianeidad (a las que transmutó en una imaginaria República de Cartagena), su mirada es la del viajero que avanza por la historia y por el presente con el ánimo dispuesto a la sorpresa y el asombro, uniendo puntos a veces imposibles, sampleando imágenes y conceptos hasta entonar una canción extraña y al mismo tiempo familiar.
A través de una figuración de línea clara, heredera de multitud de referencias pictóricas, el pintor le da forma a imágenes concebidas como un collage de fuentes y contenidos a veces contrapuestos, en los que lo narrativo aparece a veces de forma sutil y otras de manera mucho más explícita.
Su nueva serie –Los mares del Tiki– lo ha llevado ahora a las islas y playas soleadas del Pacífico –Hawai, la Polinesia francesa, Nueva Zelanda– pero también a esa otra imagen tras el espejo del Paraíso que fue la cultura tiki, que desde América se extendió tras la segunda guerra mundial por todo Occidente, desperdigándose en forma de bares tropicales y moteles de remota inspiración isleña, que, mezclado con el movimiento moderno (y oponiéndosele otras) sirvió un cóctel de primitivismo, kitsch, optimismo y erótica, a un mundo devastado por el lado oscuro.