La muestra, que pretende rendir homenaje al artista palentino recientemente fallecido, Alfonso Bartolomé, reúne una seleción de obras de temática religiosal: lienzos, bocetos de vidrieras, etc.
Alfonso Bartolomé Hernández (Palencia, 1941-Zamora, 2015) pertenece a ese numeroso grupo de artistas zamoranos de la segunda mitad del siglo XX. Aunque palentino de nacimiento, pronto se trasladó a la capital zamorana, donde mostró tempranamente inquietudes artísticas, pues siendo aún adolescente aprendió a trabajar la madera en el taller de Julián Román, y se empleó en dibujar fondos del Museo Provincial.
Entre 1958 y 1965 se formó académicamente en la Escuela Central de Bellas Artes de San Fernando de Madrid y en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, y se introdujo en las técnicas de la vidriera y el mosaico.
De regreso a Zamora en 1966, combinó su labor docente en el Instituto “Claudio Moyano” (1967-1974) con su trabajo artístico y el estudio del mosaico bizantino en la ciudad italiana de Rávena (1972-1973). Impartió clases en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Salamanca (1975-1982), de la que fue director (1982-1988 y 1992-1995), y en la Escuela de Magisterio de Zamora (1977-1982). También dirigió el Aula de Arte de la Caja de Ahorros Provincial de Zamora (1974-1985).
En 1993, tras obtener la cátedra de Artes Plásticas y Diseño, fue destinado a la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Zamora, donde culminó su dilatada etapa docente.
Participó en numerosas exposiciones individuales y colectivas, y obtuvo diversas becas, premios y distinciones. Practicó diversas técnicas artísticas: dibujo, grabado, pintura mural y de caballete, vidriera, mosaico y escultura. Su obra pictórica, la más abundante, destaca por el color, la pigmentación y el geometrismo. Un color vigoroso, cálido, luminoso, vibrante, contrastado. Una pigmentación densa, pastosa, de textura táctil, aplicada con espátula, pincel y dedos. Y unas formas esquemáticas, sumarias, rotundas, volumétricas. Tal combinación hace que el resultado final de la obra esté cargado de una importante fuerza estética y produzca en el espectador un emocionante impacto visual.
Sus lienzos no son una representación de lo real, sino un camino constructivo y lento hacia lo irreal –incluso lo onírico–, atravesado por el sentimiento vitalista y de búsqueda inquieta y constante que animaba al artista en su proceso creador. Así generó una personalidad artística propia y coherente, un universo particular que partía de la realidad misma, era filtrada por la intimidad de su ánimo, y finalizaba en una obra intensamente vitalista.
Retratos, paisajes, casas rurales, horizontes urbanos, bodegones, objetos artesanales cuya inminente desaparición producía nostalgia, imágenes religiosas que habían perdido su carácter cultual, interiores con ventanas, visillos, paños, macetas con flores… eran sus temas preferidos. Y cómo no, la ciudad de Zamora, su románico y su Semana Santa, elementos definitorios en los cuales las gentes de la tierra se reconocen fácilmente.
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