Catching the light*
La identificación entre arte y vida es algo mucho más profundo que un simple lugar común. Tras siglos de imitación, a lo largo el S.XX se fueron abriendo numerosas vías alternativas de contacto, de fusión y hasta de confusión entre esos dos universos estrechamente interrrelacionados. Lejos de hablar de la historia reciente, me interesa subrayar un elemento sustancial, por no decir el elemento primordial, para entender la vida en sus múltiples facetas: la luz. Desde este punto de partida, es inevitable que algunos artistas hayan fijado algo más que su atención en la más inmaterial de las materias, dotada de unas propiedades tan poderosas como fascinantes. Características desarrolladas tanto en un plano de crecimiento vital, como de comportamiento físico, por no decir como materia de reflexión filosófica.
Si representar la vida de todo aquello que nos rodea has sido secular leiv-motiv central en nuestra cultura occidental, adentrarse en otras aproximaciones más esenciales ha guiado la trayectoria artística de Oliver Johnson. Desde la pintura sobre bastidor a instalaciones luminosas, los intentos por suturar materia plástica y energía luminosa, han ido estrechando el cerco para llegar a esta singular serie de obras que giran de modo recurrente en torno al número tres. Pitágoras sostenía que “el número es el conocimiento mismo”. El tres se ajusta como anillo al dedo (sin necesidad de guante) a ese proceso trinitario de tesis, antítesis, síntesis. Y precisamente, atrapar las tres dimensiones en la bidimensionalidad pictórica, ha sido el modo más socorrido de hacer visible la naturaleza cambiante de lo vivo. Ajeno a cualquier artificio representativo, las obras de Johnson se internan sólidamente orgánicas en el espacio real que nos circunda, al tiempo que se multiplican evanescentes en la percepción atónita del espectador.
En otra de las series de tres, las superficies planas segmentadas horizontalmente en tres partes, aparecen divididas por unos estrechos intersticios intercromáticos que abren unos abismos insondables. Las no-manchas pictóricas (todo está tan hipercuidado hasta en sus más mínimos detalles que no cabe ningún apelativo que remita al gesto ni al descuido) devienen áreas en suspensión que cortocircuitan cualquier atisbo naturalista. Magistralmente planteada y profusamente explorada por Gaston Bachelard, la imaginación requiere de la materia para encontrar su catalizador más afinado. En estas piezas, esas llamaradas frías de luz sin fuego despabilan nuestra capacidad de ensoñación, de soñar despiertos con los ojos abiertos. La viveza, la calidez, la mutabilidad atribuibles al fuego, están presentes sin la oscuridad nocturna de los albores de la humanidad. Antes por el contrario, nos sitúan en el contexto altamente tecnológico de un presente futuro.
Parafraseando el excelente ensayo de Arthur Zajonc*, tal parece que el singular y dilatado empeño poético de Oliver Johnson haya sido buscar su fórmula personal e intransferible de atrapar la luz en forma materiales que cada vez más, tensan la bidimensionalidad pictórica para adentrarse en las tres dimensiones del objeto plástico. Interpretando a su modo y manera esa doble naturaleza de la luz -corpuscular y ondulatoria- O. Johnson nos presenta una síntesis muy depurada en el tiempo y asombrosamente sencilla en su presentación. Las sólidas estructuras metálicas devienen unos campos de luz fascinantes en sus variaciones infinitas que se modulan con la iluminación idónea y el movimiento del espectador. Tras una observación detenida-hermana necesaria de la contemplación- uno llega a pensar y sentir que tiene enfrente campos de energía suspendidos en el espacio ahora mágico de la sala.
Juan Bautista Peiró
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